Platónicos: River Phoenix.






In my utopian world, I would live on a deserted island, far from any sign of industry and pollution. Beside a mountain where there it snowed, so I could make a maneuver and skiing down it. Underneath there would be a lake where I could swim and meet the friends. Everything would be better if I could fly like Peter Pan!
River Phoenix (August 23, 1970 – October 31, 1993)

 

Hoy River cumpliría 44 años, si siguiera vivo. Cada 23 de Agosto me acuerdo de él, porque fue el primer platónico de mi vida, junto con Kiefer Sutherland, aunque River llegó antes.

CUIDADO, MODO ABUELA CEBOLLETA ON:
 
Cuando era una renacuajo pasaba los veranos en un pueblo que no tenía mucho, pero tenía cine. Mi familia me dejaba en la puerta y me recogía a la salida. Son los mejores recuerdos que tengo de aquellos veranos que parecían interminables y los pasaba leyendo entre semana y yendo al cine los viernes y sábados. Era genial porque solían traer dos películas distintas cada semana, una más juvenil y otra más de mayores, yo me veía las dos. Así vi grandes películas como "Quien tiene un amigo tiene un tesoro", "Los gremlins", "los Goonies", "La historia interminable", "Los inmortales", "Superdectective en Hollywood" y las tres que empezaron mi amor por river: "Exploradores", "La costa de los mosquitos" y "Cuenta conmigo".

Crecí viéndole crecer y aunque me sacaba casi diez años: era mi chico ;)

Me reenamoré de él muchas veces después, ya en el videoclub, con "Espías sin identidad", "Un lugar en ninguna parte", "Indiana Jones y la última cruzada" y "Te amaré hasta que te mate".


River era vegano, luchaba por los derechos de los animales, tocaba la guitarra y hablaba castellano. Me parecía PERFECTO y le admiraba de corazón. Sabía que era imposible conocerle, pero tenía la esperanza de encontrarle un día y decirle todo lo que me había hecho soñar, como aquella canción que le escribió Milton Nascimiento.

Entonces se murió en el halloween de 1993 y me lloré toda su filmografía, las vi todas, compré todas las que pude (aún tengo los VHS) y me convertí en una de esas vuidas groupies de catorce años que se compran todas las revistas en las que sale alguna foto de su ídolo.
Sí, yo era una de esas niñas que besan los labios de un poster antes de dormir (tengo una historia sobre ello y todo).

En el verano siguiente a la muerte de River volví a ir al cine sola, como de pequeña, para ver "Esa cosa llamada amor". La vi cinco o seis veces, no estuvo mucho en cartel. La grabé con el walkman y la escuchaba a trozos, aunque estaba en inglés y entonces no entendía mucho...
Le necesitaba tanto que escribí una novela juvenil para él (mi segundo intento de novela), cuando ni siquiera sabía lo que era un romance paranormal, pero ya os dije que es el género que siempre he escrito.
Está inacabada, pero la voy a guardar aquí, aunque tardaré bastante en pasarla a limpio y sé que no vale mucho, aún así, la retomo porque es verano y hoy pienso en él y me siento como esa niña que besaba fotos hace tanto tiempo.

Os dejo el principio recién pasado a limpio y unas fotos del manuscrito original. La historia se llama NOCTAMBULOS, ocupa la mitad del cuaderno y es una mezcla de la película "Jóvenes Ocultos" y la novela "Ella" de H.R.Haggard.
La escribí entre 8º de EGB y 1º de BUP, así que tenía unos catorce años. Al releerla he visto frases que aún hoy se me escapan en las historias nuevas, palabras que me enamoraron desde pequeña. No esperéis algo como lo que hago ahora, de hecho, mejor ni lo leáis, pero lo dejaré aquí, como los que dejan ramos de flores en la acera en la que murió River.
Con todo el amor del mundo.




Ática, 1830.

Las olas rompían enloquecidas contra el acantilado, salpicando de rabiosa espuma las piedras. Luchaban por alcanzar puntos más altos, por rozar la boca de la cueva que, protegida y camuflada por arbustos, se ocultaba tras una gran piedra a modo de losa sepulcral.

La luna apenas penetraba entre los resquicios de la entrada, lamía tímida las piedras del sendero que descendía entre estalactitas y estalagmitas que jamás habían sido despertadas por la luz del sol.

La gruta era profunda y en las noches de tormenta, el viento irrumpía con ráfagas potentes y producía sonidos extraños e increíbles, auténticos alaridos, cánticos de palabras coherentes que alcanzaban la playa y la cima del acantilado.

Dentro de la caverna, los sonidos aumentaban a medida que decrecía la oscuridad. Una luz ambarina rezumaba en las paredes y parecía emanar de todas partes, de cada roca, del mismo vacío.

Aquella noche, el viento era tenaz y los sonidos se alcanzaban a escuchar desde las casa del acantilado, a unos cien metros del precipicio y del camino de la playa, como una llamada.

Un brillo tenue de velas iluminó la ventana del primer piso de uno de los caserones, el más cercano al abismo. Tras las cortinas se adivinaba una silueta femenina, contoneándose sinuosa al son de las palabras del viento, un sonido que le envolvía melódico unas veces, otras desgarrador, siempre irresistible.

La luz se apartó del ventanal junto con la figura y minutos después la mujer atravesó lentamente el jardín, inmersa en el reclamo, caminando quizá sonámbula. Alienada por el sonido, abrió la verja y salió a la noche. 

La inmensa luna llena reinaba en el enjambre de estrellas que le observaba desde el cielo, atravesado por los latigazos de los rayos. Uno de ellos, tremendamente poderoso, partió el paisaje en dos, pero ella siguió, sin sobresaltarse, bailando en la lluvia. Solo vestía un camisón de gasa roja, de un color sanguíneo muy vivo que combinaba con su fogosa melena.

La lluvia calaba su cuerpo y se pegaba a su piel con el manto de la gasa, resbalando por sus piernas desnudas hasta sus pies descalzos. Alcanzó la cima del acantilado, subyugada por el canto de la tormenta y se asomó a la barandilla de hierro, que los hombres del pueblo habían forjado con la esperanza de disuadir a los suicidas.

Un nuevo rayo desató la furia de los elementos y el viento se adueñó de las olas, llevando partículas de espuma y sal hasta la sonrisa de ella. La satisfacción se leía en su rostro, una sensación de libertad la inundaba y se sentía invencible, apartada por completo del mundo. 

Sintió la necesidad de gritar como jamás lo había hecho en su vida y su alarido acompañó al trueno, poniendo fin al cántico. Una luz cegadora emergió de la oscuridad del mar, cuarenta metros la separaban el fuego acuático de sus pies y decidió que era el momento de saltar a su encuentro. 

Clavó la vista en aquella luminosidad anaranjada, de la que ya no apartaría la mirada mientras caía, más cerca, más cerca, más cerca, hasta que la luz se la tragó.

La noche volvió a latir al compás de los gritos de la caverna, retomaban con mayor fuerza su martilleo incesante y por fin alcanzaban uniformidad, repetían una palabra en un estallido de voces al unísono:
¡RIO!
¡RIO!
¡RIO!



Ática, 1994.

I

Una radio bastante alta era lo único que se escuchaba en la vieja caravana de los Proudhon. En ella llevaban todo lo que tenían y no era mucho, pero viajaban por fin hacia un lugar al que llamar hogar, con cimientos en lugar de ruedas.

Aquella carta que debería haberles entristecido los había llenado de nuevas esperanzas. El abuelo Proudhon, que había renegado de su hijo en vida, le reconocía a su muerte y les había dejado, a él y a sus dos hijas adolescentes, una considerable fortuna y una mansión en Ática, pueblo de pescadores reconvertido en un foco de turismo.

Andrew Proudhon conducía tamborileando los dedos en el volante y golpeando su peinado ensortijado y rubiato contra el reposacabezas. Siempre supo que el viejo cascarrabias cedería y él podría volver a casa. Creía incluso que su mujer, la causa de la ruptura familiar, les acompañaría, pero la muerte se la había llevado demasiado joven, igual que a su propia madre.

En cierto modo, Andrew también se sentía un viejo cascarrabias como su padre, pero tenía dos niñas preciosas que le sacaban de la desidia y la amargura. Las dos adolescentes le volvían loco de amor y también le enloquecían de esa otra manera en que los hijos rebeldes trastornan a los padres y los convierten en maníacos del control.

Estamos llegando —dijo Andrew bajando el volumen de la radio. Ninguna de sus hijas le escuchó. Sus dos cabecitas rubias estaban ensordecidas por auriculares e inmersas en su propia música estridente.

Miranda, que tenía diecisiete años y era la mayor de las dos, estaba sentada en el asiento del copiloto. Escuchaba música pop y masticaba un chicle de fresa al ritmo, absorta en la ventanilla. Sus ojos azules saltaban en los picos de aquel horizonte escarpado que olía a océano veraniego.

Lorna viajaba en la parte trasera de la caravana, tenía catorce años y parecía el calco joven de su hermana, aunque sus ojos eran oscuros, no se alisaba los rizos y no era tan dulce como Miranda. 

En la gasolinera, Lorna había elegido los chicles de regaliz y menta, que picaban como el demonio, y los masticaba al son del primer disco de Metallica, según su padre una música infernal. 

Iba a contramarcha, de espaldas a su hermana, sentada frente a una mesa sobre la que sujetaba a duras penas un cuadernillo de bocetos y trataba de capturar el paisaje fugaz con carboncillo, difuminando las líneas igual que lo hacía la velocidad del auto.

La caravana dio un volantazo y frenó a escasos centímetros de la verja de la casona de los Proudhon, Andrew sofocó un gemido. Le había faltado poco para atropellar a aquel gato negro y de seguro le había quitado la mitad de una de sus siete vidas del susto.
Lorna estaba dibujando cuando el coche giró y una línea partió el boceto como un rayo tormentoso.

¡Buena forma de aparcar! —le gritó a su padre, irónica. Convirtió el dibujo en una pelota de papel y se lo lanzó a la cabeza.

Andrew no se inmutó. El jardín se veía igual que la última vez que lo había pisado y no pudo evitar recordar a su madre entre los rosales amarillos que bordeaban la propiedad.
Cuando sus hijas le preguntaban por Claire, su abuela, Andrew mentía y les contaba que había sido un cáncer fulminante, igual que en el caso de su mujer; sin embargo, la historia de la madre de Andrew era muy distinta: Claire había saltado desde la cima del acantilado cuando él tenía solo cuatro años y se había llevado con ella el corazón de su padre.

Un portazo le sacó de su ensimismamiento y la sonrisa de Lorna apareció en su ventanilla.

¿De verdad vamos a vivir aquí? —inquirió nerviosa.

La mansión era de estilo victoriano y estaba revestida de madera carmesí. La planta era rectangular, flanqueada por dos torres gemelas, y tenía numerosas ventanas estrechas y muy altas, salpicadas de vidrieras de color. El tejado era de pizarra, a dos aguas, con gárgolas monstruosas en los desagües.

Un lugar de ensueño para Lorna.

¡Dios mío, un gato! —gritó la joven agachándose para inspeccionar al pequeño gato negro que casi había provocado que entrasen en el jardín atravesando la verja.

Papá casi lo aplasta —le explicó Miranda, bajando del coche—. No me atrevo ni a mirarle, dime que está bien.

Está bien —afirmó Lorna. Acarició al animal y el gatito le saltó a los brazos y empezó a ronronear—. Vaya, este sí que es un buen recibimiento.

Miranda husmeó por encima del hombro de su hermana y se miró en los ojos verdes del felino. No le caían bien los gatos, prefería los perros, aunque ninguna de las dos jóvenes había podido tener nunca una mascota. La caravana ya era lo suficientemente pequeña para los tres sin tener que compartirla con un ser peludo, aunque a Lorna no le habría importado hacerlo y lo había intentado muchas veces.

Andrew bajó del coche y su hija pequeña no perdió más tiempo.

Me lo quedo, este me lo quedo, papá. Tenemos una mansión gigantesca, no puedes decirme que no hay sitio.

Andrew asintió, no tenía ganas de discutir, no tenía ganas de hacer nada y hasta le alegraba tener tan poco que desempacar. Sacó las llaves que le habían mandado por correo y abrió el portón de la verja...