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04/03/2016 |
Hoy desayuno con Hechizo de mar y luna, que anoche me la he vuelto a leer porque echaba de menos a Urko Anzola.
A veces me pasa, escribir es el único modo que tengo de dar forma a ciertos amigos fantasmas que me susurran sus historias o se me aparecen en sueños, no me avergüenza decirlo porque si estáis leyendo esto es que ya sabéis que estoy locatis y oigo "voces" y las voces me dicen que escriba ;) ... y hablando de voces y fantasmas, este capítulo antes se llamaba así:
Sangre, ron y el beso de la chica fantasma.
(antecedentes: esto va de tres brujos que están de aquelarre en su cueva, investigando el misterio de unos "polvos mágicos")
—Lur, irents nazazu.
Escupieron tres veces sobre la tierra, esta se los tragó y ambos aparecieron en lo alto de la escalinata de piedra.
Paulo aguantaba de rodillas a duras penas. La caverna se clavaba en su espalda y pesaba como el mundo que sujetaba Atlas en el averno, pero no le importaba sufrir el mismo castigo por sus pecados. No se arrepentía en absoluto.
Urko era demasiado espigado y tuvo que ponerse a cuatro patas y descender deprisa. Enseguida pudo ponerse en pie y sobrevoló los primeros escalones, levantándose en el aire igual que un surfista tomaría una ola. No tardó ni cinco segundos en pisar el gour para ungir sus pies y siguió levitando hasta dejarse caer sentado en uno de los tres tronos de piedra, dentro del círculo de fuego.
Para Urko siempre era un alivio bajar a la cueva, allí el aideko no le molestaba. Podía usar su don sin rendir cuentas a la Vieja Tríade porque ellos mismos le habían dado licencia para practicar allí, entre un centenar de libros de hechizos y los diarios de las antiguas tríades.
—¡Ha del castillo! —saludó mientras se encendía un cigarrillo y se enfrentaba a la mirada juiciosa de Sergio Urgorri. Este le observaba desde su propio trono, cruzado de brazos.
—¿Qué has hecho ahora? —replicó Sergio autoritario.
Urko mordió el cigarro con una sonrisa y le mostró las palmas de las manos.
—¿Yo? ¿Es que siempre tengo que ser yo?
Sergio se envaró.
—Tú me has llamado, ¿no? ¿Qué pasa? —inquirió molesto.
Entretanto, Paulo había bajado la escalinata despacio, cabizbajo. Atravesó el fuego caminando y tomó asiento en su trono, inclinándose hacia delante y ocultando el pelo y la mirada bajo el gorro azul y la capucha de la sudadera.
A Urko le resultaba extraño verlo tan nervioso porque Paulo Anzola encarnaba el espíritu de la serenidad, era un alma noble de mirada alegre y sonrisa hermosa, siempre tenía en los labios una palabra de aliento y su corazón valía su peso en oro. Era el amigo de todos, el sueño de muchas y había sido el novio de una sola, aunque ya no lo era de ninguna. Sin embargo, ni siquiera con el corazón roto, sus primos nunca le habían visto tan alicaído. La oscuridad devoraba la mitad de su rostro y su boca se apretaba en un zurcido desigual.
—¿Qué ha pasado? —insistió Sergio—. ¿Qué habéis hecho?
Paulo tomó aire y se preparó para confesar, pero Urko se adelantó y lo dijo todo de corrido:
—Llevo follando con un fantasma todo el fin de semana y, no es que me queje, pero no sé por qué me pasa y por eso estamos aquí reunidos. Fin de la historia.
—¿Estás bien, primo? —le preguntó Sergio, aterrorizado y preocupado, levantándose de un salto.
Urko podía ver la sombra de la sospecha y las ganas de sermonear temblando en sus labios prietos de chico perfecto, pero agradeció el detalle y le indicó con una mano que volviese a sentarse. Dio una profunda calada al cigarrillo y continuó:
—Estoy mejor que bien.
Urko aderezó las palabras con unos anillos de humo y estos formaron una cara de mujer. La cara sonriente de Itxaso Darias.
—Es preciosa, ¿verdad? —prosiguió Urko, al tiempo que acariciaba la réplica del rostro grisáceo de Itxaso—. Esta cara bonita me persigue por todas partes, es mi dulce amante invisible...
—Déjate de rollos —bramó Sergio y sus ojos volaron hacia las estanterías de los libros mientras hablaba—. Por lo que dices, debe tratarse de un súcubo. No se me ocurre otra cosa...
—¿Un qué? —repitió Urko.
Sergio deshizo el rostro de humo de un soplido y aclaró autoritario:
—Digo que eso que te ha atacado tiene que haber sido un demonio del sexo, por lo que no deberías estar feliz. Si mal no recuerdo, los súcubos eligen una víctima y le chupan la fuerza vital, una y otra vez hasta la muerte.
La sonrisa en la cara de Urko se ensanchó con recuerdos que no pensaba compartir.
—Exacto, chupan la fuerza vital, una y otra vez —bromeó.
Sergio obvió el comentario soez y continuó:
—¿Qué es lo que no entiendes, primo? Te estoy diciendo que los súcubos se aparean con sus víctimas hasta que mueren.
—Así que esa preciosidad va a volver a por más —suspiró Urko—. ¡Diablos, sí! Tengo muchas ganas de repetir, pero la rubita ectoplásmica no me ha dado su número. No puedo llamarla al inframundo y esta vez yo sí que quería hacerlo.
—¿Puedes dejar de ser un idiota por un minuto? —se exasperó Sergio.
Urko Anzola se acomodó en su trono y cruzó los brazos sobre el pecho, entrelazando los dedos.
—No quería decepcionarte, Urgorri —dijo sin perder su sonrisa sarcástica y mantuvo el cigarrillo clavado en un lado de la boca. Dio una última calada, lo tiró al suelo y pisó la colilla con saña—. Vosotros os creéis que yo solo pienso con la polla y a veces es cierto. Otras veces… —Urko se clavó el índice en la sien—. Otras veces uso la cabeza y, aunque no os lo creáis, la mayor parte del tiempo es este el que piensa —concluyó Urko golpeándose con la mano justo encima del corazón para agregar con un hilo de voz—: Este cabrón es el que me mueve cuando mi familia está en peligro y por eso estamos aquí.
—No entiendo nada —le interrumpió Sergio y miró a Pau, buscando una explicación menos críptica, pero su primo no levantaba la vista del suelo, ni decía esta boca es mía.
—Hace un par de horas —continuó Urko—, mi chica fantasma se me ha aparecido y me ha preguntado si estaba muerto. ¿Es la hostia de raro, verdad? No creo que eso cuadre con tu teoría del súcubo, Urgorri.
—Los demonios mienten —aseveró Sergio.
Urko se puso en pie y se defendió:
—Tú no has visto su cara. Estaba muy asustada y me da igual que sea un demonio o que esté muerta o qué sé yo. Si ella me necesita, si necesita mi ayuda, te juro que voy a remover cielo y tierra para ayudarla.
La mandíbula de Sergio se desencajó, observó a sus primos de hito en hito y no supo qué decir, ni cómo encauzar la situación. La sensación de descontrol le angustiaba y le oprimía el pecho al respirar.
Urko empezó a caminar alrededor del círculo mientras tocaba el fuego con los dedos, enfurruñado y meditabundo. Nunca se había quitado la coraza así, dejando que sus emociones alcanzasen el vínculo que les unía a los tres para servirles su corazón en bandeja.
—Tenemos que encontrar un conjuro que me permita conectar con ella otra vez y preguntarle cómo puedo ayudarla...
—Si no te conociese —le interrumpió Sergio—, diría que te has enamorado de un fantasma.
Urko frenó en seco y refunfuñó:
—¡Ahí va la hostia! Ahora resulta que me he enamorado de Casper, no te jode, Urgorri… ¡Y se supone que tú eres el más listo de los tres! Necesito un trago, me estáis rayando.
Sin dejar de hacer aspavientos, el brujo rubio se internó en una de las grutas y desapareció.
—Se nos ha enamorado hasta las trancas —repitió Sergio y se dirigió a Pau—: Tú lo sabes y yo lo sé, el único que no se ha dado cuenta es él... y si es el hechizo de un súcubo, tenemos un problema serio.
—¿Qué crees que está pasando? —se atrevió a preguntar Pau.
—No lo sé, deberíamos empezar por descartar lo que no está pasando... —Sergio abandonó el círculo y se acercó a las estanterías—. Uno de estos libros nos ayudará.
Cerró los ojos y sus manos leyeron los lomos de los antiguos códices como si estuviesen en braille, hasta detenerse sobre un tomo anaranjado y polvoriento.
Cuando Urko regresó minutos después, algo más calmado, Sergio vagaba por los estantes de especias y Pau seguía sentado en su trono, con un libro abierto en el regazo.
Urko Anzola se sentó en su trono y se puso sobre las rodillas una botella de ron, que contenía apenas dos dedos de licor.
—Llevamos demasiado tiempo sin venir —rezongó—. Esto es lo único que he encontrado.
—Todo para ti —dijo Pau, le miró de reojo y volvió a la lectura.
Sergio le regañó:
—No son ni las diez de la mañana, no deberías…
Urko le chistó, sacó un pitillo y abrió la botella con los dientes.
—Esto es un desayuno cubano: botella de ron y tabaco en la mano —dijo y apuró la botella de un trago.
Sergio desapareció detrás de una columna de piedra bulbosa y su voz retumbó en la caverna:
—Te he dicho que no te lo bebieses porque solo hemos encontrado dos maneras de comprobar si tu chica es un súcubo... ¡Y para las dos necesitamos tu sangre!
Paulo asintió y Urko barbulló:
—¿De cuánta sangre estamos hablando?
Pau no contestó y regresó al texto que estaba estudiando con un sonrisa maligna que se estiraba al tiempo que desaparecía la de Urko.
—¡He encontrado las algas luciferinas! —terció Sergio, saliendo de detrás de las rocas con los brazos en uve y varios botes mugrientos en las manos—. Ya tenemos todo lo que necesitamos. El ungüento no parece muy difícil de elaborar...
—¿U-ungüento? —tartamudeó Urko.
—¿Prefieres que preparemos el bebedizo? —contrarrestó Paulo—. A lo mejor te gusta más que el ron… Es un desayuno casi mexicano: le quitas el tequila y te comes el gusano.
Paulo y Sergio se desternillaron, más nerviosos que divertidos. Era cierto que Urko tendría que comerse algo parecido a un gusano, junto con otra serie de ingredientes esotéricos. Pau le mostró la página en la que se explicaban los dos modos de desenmascarar el rastro de un súcubo y Urko retuvo una arcada. Podían aplicar un bálsamo o preparar una poción, que era un poco más complicado, aunque los ingredientes eran prácticamente los mismos. El grimorio no decía nada de gusanos, pero la víctima tenía que tragarse una larva de lamprea alimentada con su propia sangre. Había lampreas en el río que cruzaba la cueva y a Urko siempre le habían provocado pesadillas. Eran como sanguijuelas alargadas con bocas redondas y llenas de dientes.
—Me quedo con la pomada —decidió.
—¿Estás seguro? —insistió Sergio—. En el libro dice que te la tienes que poner en el balano. —Urko no terminaba de entenderlo, así que Sergio fue más específico —: En el glande, primo. ¡Te lo tienes que untar en el glande!
Urko Anzola se levantó de un salto y miró hacia la escalera.
—¡Ni de coña! —les gritó.
—Lo hacemos por tu bien —insistió Sergio mientras se situaba entre Urko y la única salida de la caverna, para incidir mordaz—: ¿Sabes? Yo casi siempre pienso con la cabeza, pero ahora estoy usando el corazón porque estás en peligro... y haremos lo que sea por sacarte de esta. ¿Y no decías antes que harías cualquier cosa por ayudar a tu chica fantasma? Pues primero tenemos que saber lo que es.
—Muy gracioso —carraspeó Urko. Un sudor frío había perlado su frente y se lo secó con las manos, masajeándose la cara—. Bueno, vale... Probemos con el ungüento. ¿Cómo funciona?
Pau señaló el bote lleno de algas luminiscentes y agregó despreocupado:
—Pronto lo veremos, literalmente. Tenemos que mezclar tu sangre con estas algas luciferinas y el resto de los ingredientes, luego leemos un conjuro y voilà: funcionará como el mejunje que usan los forenses de CSI para encontrar restos de sangre en la escena del crimen.
Sergio se animó y continuó explicándoselo:
—No es exactamente igual, porque será tu propia sangre la que revele el rastro de ectoplasma. Si esa chica es un fantasma, sus huellas brillarán intensamente entre tus piernas. Lo bueno es que como la tienes tan pequeña, no necesitaremos sacarte mucha sangre.
—La tengo como una cobra —bufó Urko, sin ganas, por inercia.
Seguía pálido y le sudaba todo el cuerpo. Tragó saliva y respiró hondo. Después del ron, no tenía el estómago para bebedizos repugnantes. Aun así, se lo pensó dos veces, sabía que si lo vomitaba, tendría que recurrir al ungüento de todos modos, así que descartó el brebaje y capituló:
—Está bien, me saco la cobra, le pongo la cosa esa y cerráis la puta boca.
Un cuchillo levitó hacia su mano, el brujo lo cogió al vuelo y se hizo un pequeño corte en la palma izquierda.
Cinco minutos más tarde, Urko estaba de pie, con los vaqueros por las rodillas y sus primos, agachados a sus pies, inspeccionando sus partes pudendas sin encontrar ni un rastro de brillo.
—Tal vez deberíamos darle un par de minutos más —propuso Pau — o tal vez el ungüento necesite más sangre.
—¡Calla! —chilló Urko—. ¡No me ayudas nada!
—Nah, la prueba ha fallado —certificó Sergio, poniéndose en pie y volvió a meter la nariz entre los libros—. Si no es un súcubo, tendremos que buscar otra explicación. Por aquí hay un tratado de demonología que nos puede servir.
—Estamos perdiendo el tiempo —suspiró Urko y se limpió los restos del ungüento con un pañuelo de papel—. Ya sabemos que no es un demonio.
—Sabemos que no es un súcubo —recalcó Sergio—, puede que sea otro tipo de demonio...
(y eso es todo por hoy, me lo pasé en grande con estos tres y a veces los echo de menos).