|
1/12/2015 |
Quedan dos semanas para que se publique esta novela de brujos y sirenas con la Selección RNR y he pensado mantener una lluvia constante de estrellas fugaces, entretanto.
No se me ocurría una mejor manera de empezar que por el principio y aquí os lo dejo, meto mi corazón dentro de una botella y lo tiro al cybermar, deseando que llegue a todos los puertos de mis almas afines ;)
¡Buen viaje!
Bidaia ona izan!
(es la versión beta, algunos detalles ortotipográficos han cambiado)
I. HECHIZO DE MAR Y LUNA
≋ Tacoronte, norte de Tenerife. Medianoche, miércoles 13 de febrero de 2013.
—Voy a morir, Sombra —susurró la mujer.
La gata gris abrió los ojos y en sus pupilas se reflejó el rostro apuesto de un hombre maduro. Era rubio y sonreía cínico entre las llamas, como un ángel caído.
Rosario Darias se incorporó en el lecho y miró alrededor. En su dormitorio no había fuego, tampoco había hombre alguno. Allí solo estaban ella y Sombra, la gata gris que dormitaba en su regazo; sin embargo, el desconocido se le aparecía en cada uno de los espejos del cuarto.
Aquel hombre de mirada triste estaba en todos los reflejos, en los cristales de las ventanas e incluso en el vaso de agua que Rosario dejaba siempre en la mesilla antes de acostarse.
Aquella sonrisa triste brillaba en todos los reflejos del cuarto y eso solo podía significar una cosa: que Rosario moriría pronto.
La gata dejó de ronronear y miró a su dueña, curiosa, capaz de distinguir el cambio en su energía. Rosario no parecía asustada, aunque el dolor acuciaba y su piel enrojecía por momentos. Se deshizo de la trenza y atusó su larga melena caoba con mimo. Sus dedos crearon unos bucles rojizos perfectos y después pasaron sobre sus labios y sus parpados y los oscurecieron. Habría seguido acicalándose, pero sabía que debía darse prisa si quería despedirse de su familia.
—Mis hermanas cuidarán de ti —le prometió a la gata—. Ahora vete.
Rosario acarició por última vez a Sombra, el animal saltó de la cama con el rabo erizado y escapó del cuarto como si la colcha y el mismo suelo le quemasen las patas, aunque las ventanas estaban abiertas y el viento regaba el cuarto con la brisa fresca del mar cercano.
Era un tercer piso, en primera línea de playa. La cercanía del mar le proporcionaba una falsa seguridad, porque Rosario siempre había temido que moriría en llamas e, incluso en ese instante definitivo, sabía que podría saltar desde su balcón pues la magia le ayudaría a sobrevivir a la caída y podría correr por la arena hasta entrar en el mar, pero ni todo el agua del océano la salvaría de morir quemada aquella noche.
En unos segundos, la temperatura subió más de veinte grados e hizo crepitar la madera del cabecero a su espalda. La ola de calor provenía del interior de Rosario, de su propio corazón que le ardía en el pecho.
Su larga melena cobró vida y se expandió alrededor de su cuerpo, igual que las plumas de un pavo real, para absorber la humedad del ambiente. Su cabello humeó vaporizando el agua y un millar de llamas invisibles brotaron en su piel.
No podía protegerse de lo inevitable. Todo intento de sobrevivir sería fútil y sabía que apenas le quedaban unos minutos de vida, por lo que sin perder más tiempo Rosario cogió el vaso de agua de la mesilla, metió dentro su mano derecha y se despidió de sus hermanas con un hilo de voz trémula:
—Mi amor viene a buscarme.
Las palabras hirvieron entre sus dedos y, en aquel instante, cientos de vasos como aquel temblaron en los cuartos de todo el aquelarre. El agua se evaporaba y les susurraba el mensaje de Rosario.
La ventana de su cuarto se abrió con un golpe de aire y ella sintió el amor de su familia envolviéndola. El vendaval le traía el frescor del océano, el aquelarre aunaba sus fuerzas para salvarla, tomaban el viento y el mar y estaban levantando las olas para ella, pero era tarde.
El agua del vaso entró finalmente en ebullición entre los dedos de Rosario. Cada burbuja reflejaba el mismo rostro varonil, que seguía sonriendo desafiante a pesar de las llamas que lo devoraban. Sonreía por y para ella, porque sabía que ella lo veía, porque él también podía verla.
Rosario le devolvió la sonrisa y ambos fueron conscientes de que sería la primera y última vez que verían a su alma gemela. El vidrio del vaso se tornó incandescente y se elevó formando una lágrima de lava que Rosario trenzó entre sus manos a su antojo, copiando en una máscara de cristal los rasgos de aquel bello rostro masculino que la observaba con ojos completamente negros, con ojos de brujo.
Una ola gigantesca se alzó en la playa, tomó forma de medialuna y su pico se coló por la ventana del dormitorio para romper sobre el cuerpo de Rosario en una explosión de sal, vapor y espuma. Fue un instante de paz, de sed aliviada y dolor extinguido. El agua templó la máscara incandescente y Rosario pudo besar febril aquella boca de cristal. A pesar de la distancia, ambos sintieron la magia del encuentro de sus labios y la llegada del amor y de la muerte, al mismo tiempo.
El lecho estalló en llamas.
☽ Unos minutos antes, en las cuevas de Ikaburu en Urdazubi, Navarra.
Tan solo una cuarta parte de las cuevas de Ikaburu era accesible al público, la mitad le pertenecía a la Orden de Selene y el resto al río Urtxume. Los susurros de esta fría corriente gorjeaban cánticos por los subterráneos y la condensación perlaba las paredes y el techo de la cueva, igual que una siembra de diamantes.
En aquel fatídico momento, millones de gotas brillaban con el reflejo de las llamas de una hoguera. La Orden de Selene vestía de luto. Una capa cubría sus cuerpos desnudos, de la cabeza a los pies, dejando al descubierto únicamente la mitad inferior de sus caras. En sus manos sostenían antorchas y estas iluminaban el gesto adusto de sus bocas. Sus miradas permanecían bajo las sombras de la capa, todas clavadas en los ojos completamente negros del Oscuro.
La Orden se congregaba en silencio a su alrededor mientras el Oscuro les increpaba en distintas lenguas muertas. Estaba desnudo, atado al poste de piedra junto al que pronto ardería. Distintas cadenas con grabados místicos le sujetaban los tobillos y la cintura, otras le pegaban los brazos a los costados y la más gruesa se le enroscaba desde el torso hasta el cuello, cerrándose en los rizos dorados de su nuca, como una pitón de plata. El endemoniado se retorcía en la picota y luchaba por contar los encapuchados a su alrededor, afanándose en encontrar la sangre de su sangre.
Tres encapuchados dieron un paso al frente, formaron un triángulo alrededor del reo y se descubrieron el rostro. Eran dos hombres y una mujer, los tres de avanzada edad.
Uno de los hombres llevaba la cabeza afeitada y apenas tenía cejas, su piel estaba curtida por el sol del mar y el conjunto le daba cierto aspecto ofidio, amenazador y resbaladizo. Le llamaban El Segundo y, aunque no aparentaba tener más de setenta años, superaba el centenar. Se mantenía anclado en una senectud vigorosa, como si en verdad fuese capaz de mudar de piel igual que las serpientes.
El Tercero ocultaba su piel translúcida y longeva tras una profusa barba grisácea. Su melena larga, rizada y gris la llevaba aquella noche recogida en una coleta junto con pensamientos dispares, que latían en su nuca temiendo que llegase el momento de ejecutar la sentencia. La mujer poseía una belleza serena, madura y mortífera, de pómulos prominentes. Su pelo rubio y leonino estaba surcado por infinidad de hebras de plata, la mayoría nacían de sus sienes y hacían aún mayor el contraste de la oscuridad en su mirada. El iris resultaba demasiado grande, inhumano, casi absoluto como el Oscuro.
El Segundo y El Tercero también habían perdido la mayor parte del blanco en sus ojos y, junto con la mujer, formaban la Vieja Tríade, siendo ella la más poderosa, la Bruja Mayor. Entre los tres sumaban más de trescientos años.
—¿Quién eres? —preguntó la Bruja Mayor, y su rostro consternado se reflejó en los ojos del Oscuro.
—Somos los hijos de Ghast —respondió este. Su boca apenas se movió y de su garganta brotaron distintas voces graves, entre otras agudas, gruñidos y risas espectrales.
—Abandonad el cuerpo de nuestro hermano Peio —ordenó la Bruja Mayor—. Ahora.
—¡Obligadnos! —replicó el Oscuro, desafiante.
La Bruja Mayor acercó su antorcha a los pies del endemoniado.
—Liberad a nuestro hermano, espíritus impíos —les gruñó amenazante.
—¡Este brujo es nuestro! —contestaron los demonios—. No podréis exorcizarnos, no conocéis nuestros nombres y, aunque así fuera, vuestro mundo se acabaría antes de que lograseis invocar al último de nosotros fuera de este cuerpo.
La Vieja Tríade se movió al mismo tiempo y sus tres antorchas se acercaron al rostro del Oscuro. El endemoniado empezó a sangrar y su piel se tiñó de rojo por completo. Los hilos de sangre se movían en el suelo de la caverna como culebras y se acercaban a todos los miembros, sin llegar a tocar sus pies. Buscaban en vano la sangre de su sangre, el receptáculo de su parentela para escapar de las llamas.
La Orden de Selene conocía bien los trucos del infierno y no iba a permitir que se abriese ningún camino entre el Oscuro y sus familiares inocentes, ninguno de los Anzola había sido convocado al aquelarre.
La Bruja Mayor pidió silencio y tomó aliento para realizar la pregunta cuya respuesta más temía. Los símbolos de la cadena de plata que rodeaban el cuello del Oscuro aseguraban que los demonios no pudieran mentir, aunque podían utilizar juegos de palabras, por lo que la pregunta de la que dependía la vida de Peio Anzola debía ser lo más concisa posible.
—¿Cuántos sois? —inquirió la Bruja Mayor con voz clara—. ¿Cuántos estáis dentro de nuestro hermano Peio?
—¡Todos los hijos de Ghast! —contestaron al unísono un millar de voces—. Uno de nosotros vive por cada poro que hace sangrar a vuestro hermano, diez por cada hebra rubia de su cabellera… pero esa no es la pregunta pertinente. Lo que debería importaros es... ¿Cuántos de vosotros estáis aquí esta noche?
La mayoría de los miembros de la Orden de Selene se miraron unos a otros, intranquilos, para cerciorarse de que ninguno de los Anzola estaba presente. Se habían tomado todas las precauciones que indicaban los grimorios y, si llegaba el momento del exorcismo por inmolación, los demonios no tendrían más salida que el fuego e irían de regreso al infierno.
—Podéis cerrar con llamas esta pequeña ventana de carne —continuó el Oscuro y su voz múltiple reverberó triunfante—, otros nos abrirán una gran puerta. Así fue escrito y este siempre ha sido, es y será, el principio de vuestro final, brujos.
La Orden de Selene no se amilanó, aunque tampoco supo cómo interpretar aquella funesta amenaza, ni siquiera la Vieja Tríade llegaba a comprender el verdadero significado de aquellas palabras.
La Bruja Mayor resopló compungida, los cálculos eran imposibles. Si intentaban exorcizar uno a uno los cientos de demonios que poseían a Peio Anzola, su cuerpo no podría resistirlo, sucumbiría de todos modos y moriría en una lenta agonía, preso de un dolor intenso y continuado que traspasaría incluso su alma. La única vía era la hoguera, el fuego sería una tortura efímera en comparación, pronto purificaría su espíritu y lo libraría de la condena eterna en la que caerían los hijos de Ghast.
—Lo siento, Peio —susurró la mujer y dejó caer su antorcha sobre los primeros leños.
Uno a uno, todos los miembros de la Orden de Selene sumaron sus antorchas a la pira y el cuerpo de Peio Anzola fue devorado por el fuego para encontrar la paz, rodeado de sus hermanos y hermanas. Sin embargo, en sus ojos no se reflejaban las llamas si no el rostro de una mujer pelirroja, que dormía junto a una gata gris, en un cuarto malva.
Ella era lo único que Peio veía, en lugar de la triste despedida de sus hermanos y hermanas. La hoguera alcanzó el clímax, los hijos de Ghast abandonaron la carne humeante de regreso al abismo y Peio Anzola se quedó solo en su cuerpo, solo con el calvario de las llamas, solo hasta que ella, su alma gemela, abrió los ojos y se encontraron; entonces, el brujo tuvo un motivo para sonreír en los brazos de la muerte. El dolor inefable le pareció un pago justo y sus labios tomaron de la vida un último beso, justo antes de morir.